lunes, 4 de octubre de 2010

Sánchez Cerro o el fascismo peruano

 
Por Álvaro Sarco


Luis M. Sánchez Cerro (1889-1933) se levantó en Arequipa el 22 de agosto de 1930 contra Augusto B. Leguía acabando con su “oncenio” (1919-1930). El 25 de ese mes, el presidente depuesto huyó rumbo a Panamá en el Crucero Grau. Ese mismo día, Sánchez Cerro llegó a Lima, y tomando provisoriamente el control de la situación, ordenó desembarcar a Leguía.

En tanto, la multitud canalizó furiosamente su repudio y hartazgo contra la fenecida administración a través de diversos desórdenes que incluyeron el saqueo e incendio de la casa de Leguía y las de sus más próximos colaboradores. Leguía fue encarcelado –tenía la salud quebrantada- en la isla San Lorenzo y, posteriormente, en la Penitenciaría Central de Lima. Finalmente, Leguía moriría en la Clínica Americana de Bellavista el 6 de febrero de 1932. 

Sánchez Cerro afrontó una serie de disturbios -básicamente promovidos por oportunistas de izquierda- y dimitió, seguro del respaldo popular tras unas elecciones. Entregada la dirección del país a una junta de “notables” estos, tras fallidos tanteos sobre a quién entregarle el mando, recalaron en la figura de David Samanez Ocampo, quien convocó a elecciones generales para 1931.

De ribetes fascistas -en boga por entonces-, pero por encima de ello nacionalista (recuérdese su lema: “El Perú sobre todo” y los lineamientos de su ideario), el partido que se formó para apoyar a Sánchez Cerro: “La Unión Revolucionaria”, tuvo como uno de sus nortes ante los comicios detener a las “masas comunistas” agazapadas tras el problemático partido Aprista. Sánchez Cerró aplastó en las urnas a su principal rival, Haya de la Torre. Como era previsible, dado el carácter de tal partido, los apristas denunciaron fraude electoral. La violencia callejera y el sabotaje desde el Congreso contra la administración de Sánchez Cerro no se hicieron esperar. El derrocador de Leguía, que había asumido la presidencia el 8 de diciembre de 1931, afrontó en 1932 –conocido como “el año de la barbarie”- una violenta oposición por varios frentes a los que respondió con la máxima represión. Ya para este año el Presidente Sánchez Cerro salvó de un atentado contra su vida cuando el aprista José Melgar Márquez le disparó por la espalda. 
Sánchez Cerro
En ese año, también, un indignado grupo de loretanos, enardecido por el entreguista tratado de límites Salomón-Lozano firmado por el felón Leguía en beneficio de Colombia (tratado oculto por algunos años a la opinión pública, hasta que el fin del oncenio permitió compulsarlo en sus nefastos alcances), tomaron el pueblo de Leticia, en poder de los colombianos por dicho “acuerdo de límites”, y ocasionaron un inminente panorama de conflicto bélico. Sánchez Cerro desconoció el tratado y movilizó 20,000 hombres. En tan difícil coyuntura internacional y cuando estaba en juego la soberanía nacional del Perú, el 30 de abril de 1933 Sánchez Cerro, que acababa de pasar revista a las tropas en el antiguo Hipódromo de Santa Beatriz, fue asesinado por el aprista Alejandro Mendoza Leyva quien fue a su vez fulminado por las fuerzas de seguridad. Los hechos habrían ocurrido así: 
ASESINATO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA GENERAL DE BRIGADA DON LUIS M. SÁNCHEZ CERRO 
Resumen de la información dada por El Comercio sobre el asesinato del Presidente de la República, Gral. Luis M. Sánchez Cerro, y publicada con motivo del 25° aniversario del crimen del Hipódromo: 
La Tragedia del Hipódromo conmovió al País  
Se cumple el día de hoy 25 años del asesinato del General Luis M. Sánchez Cerro, y en este luctuoso aniversario, presentamos esta información gráfica que honra la figura del jefe de la revolución de Arequipa que alcanzó la presidencia de la República en los comicios más libres y legales que ha tenido la Nación y que cayó asesinado por un sectario aprista, después de pasar revista a los movilizables, en momentos en que el país se hallaba en guerra con Colombia.
De la edición extraordinaria del 30 de abril de 1933 reproducimos los principales acontecimientos que vivió la capital en tan infausto día y que hoy son materia histórica como tantos otros episodios que El Comercio, a través de su larga trayectoria periodística, comentara en su oportunidad. 
El Atentado  
El ataque se realizó al salir del hipódromo el automóvil del Presidente. Iba el General en carro abierto en compañía del Dr. José Matías Manzanilla, presidente de su Consejo de Ministros. El carro avanzaba con lentitud. Al transponer la salida, un individuo surgió raudamente y de un solo salto se situó detrás del vehículo "hacia la mitad de la trasera", dirigiendo el brazo armado contra el Presidente y disparando al propio tiempo que avanzaba siguiendo la marcha del carro, sin apoyarse en éste, pues de tal manera actuaba más libremente. El General Sánchez Cerro, al sentirse herido, se llevó la mano izquierda a la parte posterior del cuello -y al hacer este movimiento se le cayó el kepís- y trató de incorporarse, mientras que con la otra mano efectuó el ademán de extraer un arma. Pero el chofer aceleró de súbito, alejándose el auto a gran velocidad. 
Muerte del asesino 
Abelardo Mendoza Leyva, el asesino, murió en la siguiente forma, según el testigo presencial Ángel Millán: "Un soldado de la Guardia Republicana se abalanzó sobre el asesino, incrustándole la bayoneta, pero casi simultáneamente cayó fulminado por un balazo en la frente.
-Yo no sabría decir -agrega Millán- si fue el propio asesino quien mató a este soldado, o si la bala partió de otro sitio. Sólo recuerdo la violenta contorsión que hizo [Mendoza Leyva] al recibir el bayonetazo, cayendo de espaldas y con la pistola empuñada en la diestra. Desde luego no estaba muerto sino malherido, pero los edecanes que bajaron a la carrera del auto de inmediato dispararon sobre él ultimándolo. Todo esto fue velocísimo. Sucedió con tal rapidez que si se volviera a repetir, tampoco nadie podría impedirlo".
En la primera versión de El Comercio se dice: Presentaba una herida de lanza en el costado derecho, huellas de sangre sobre la camisa y también a la altura de la tetilla izquierda, lo mismo que en el vientre y el ojo tumefacto.
Actitud del Dr. Manzanilla 
Al producirse los disparos, el Dr. Manzanilla preguntó al Jefe del. Estado:
-¿Está Ud. herido?
Un sí fue la respuesta del General Sánchez Cerro, quien caía poco después sobre las rodillas del Ministro de Relaciones Exteriores.
El vehículo presidencial, por orden de Manzanilla, se dirigió al Hospital Italiano.
La noticia corrió por la ciudad como un reguero de pólvora.
La versión directa sobre el fallecimiento del General Luis M. Sánchez Cerro la obtuvo El Comercio del Dr. Carlos Brignardello: "Había en el Hospital un gran ajetreo -dijo- movimiento inusitado no sólo de médicos y practicantes; sino la natural confusión que produjo en los primeros instantes la afluencia de público. En el cuarto N° 8 se encontraba el Presidente de la República, desprovisto ya de sus prendas de vestir. Me acerqué a él y a primera vista pude observar una gran mancha de sangre en el lado izquierdo de la camisa. Se encontraba en agonías. Lo asistían los doctores Raffo, Delgado y Rocha. Se le inyectó suero y se le pusieron inyecciones tónicas, pero todo era ya inútil, pues el señor Sánchez Cerro se encontraba en estado agónico. Su pulso era imperceptible, las pupilas dilatadas no reaccionaban y los temblores del cuerpo denunciaban un estado precursor de la muerte. La herida que recibió fue desde el primer momento de necesidad mortal El orificio de entrada se encontraba en plena región precordial, con aparente trayectoria de abajo a arriba y de adelante a atrás. Necesariamente el proyectil tiene que haber tocado el corazón y debe haber sido disparado desde muy poca distancia por la deflagración que se advertía en los tejidos alrededor del orificio de entrada. No había orificio de salida y la bala debe haber provocado una intensa hemorragia interna, a juzgar por el estado de agotamiento de que daba muestras el Presidente.
A la 1 y 10 minutos falleció el General Sánchez Cerro en medio de la consternación de quienes se hallaban a su lado".[1]
Otra versión de los hechos nos lo presenta novelescamente Guillermo Thorndike:
Había concluido el desfile. Sánchez Cerro descendió desde la tribuna oficial. Estaba de uniforme. Sonreía, agradecía los aplausos, caminaba pausadamente. Tras él, igualmente sonrientes, iban el presidente  del Consejo de Ministros, José Matías Manzanilla, y el coronel Antonio Rodríguez, jefe de la Casa Militar.
El oficial del estribo, teniente Elías Céspedes, tieso y elegante, miró a su alrededor, picó espuelas levemente e hizo caracolear a su caballo. El Presidente acababa de abordar el reluciente Cadillac descubierto, y el oficial dio la orden de avanzar. El regimiento escolta se puso en marcha, con las lanzas en alto, abriendo el cortejo presidencial (…).
Raúl Rodríguez Martínez, chofer del Presidente, conducía lentamente (…).
En esos momentos, el aprista Leopoldo Pita estrechaba la diestra de un joven vestido de negro llamado Abelardo Mendoza Leiva y le deseaba buena suerte (…).
Román Morales, un fornido moreno de Supe, aplaudía y lanzaba vivas al dictador. Era un fanático sanchezcerrista y quería ver de cerca de su caudillo.
Al llegar a la puerta del Hipódromo, Sánchez Cerro agitó una mano, respondiendo al saludo de la multitud. El chofer Rodríguez Martínez pisó freno (…).
Abelardo Mendoza Leiva se infiltró entonces entre los soldados, corrió junto al automóvil como si quisiera estrechar la mano del dictador y disparó (…).
Román Morales aplaudía a su Presidente cuando sonó el primer disparo. Entonces distinguió a Mendoza Leiva que seguía apretando el gatillo. Se arrojó sobre él, por la espalda, y lo cogió de los brazos, inmovilizándolo.
Rodríguez Martínez enganchó en segunda y aceleró violentamente. Decidió ir a la Clínica Delgado, quizá porque a ese sitio lo había conducido después del atentado de Miraflores. Jadeante, los ojos vidriosos, Sánchez Cerro había enmudecido.
- ¡No, no, no! –exclamó el presidente del Consejo-, ¡al Hospital italiano, pronto, se está muriendo! (…).
El cabo Rodríguez se abalanzó sobre Mendoza, que se debatía impotente entre los fornidos brazos de Román Morales, y le descargó un feroz culatazo en la cabeza. En ese momento estalló el tiroteo y el cabo Rodríguez cayó muerto.
Ahora Román Morales sostenía al inerte Mendoza, privado del conocimiento por el golpe. Alzó la vista y vio a un investigador que descerrajaba un tiro en la frente del aprista. Lo dejó caer y observó cómo los soldados seguían disparándole al cadáver y hundiéndole sus bayonetas y lanzas.[2]
Asesinado Sánchez Cerro, el Congreso impuso al general Óscar R. Benavides a fin de que termine el período de gobierno. El tristemente célebre general Benavides firmó en Río de Janeiro (mayo de 1934) un protocolo que confirmó el lesivo tratado Salomón-Lozano. Así, el Perú perdió miles de kilómetros cuadrados de Selva Amazónica. Alberto Hidalgo descargó contra este “bravo de cartón” dos memorables libelos: el primero figura en su Jardín Zoológico, y el segundo, en su interesantísimo Diario de mi sentimiento.[3]
Finalmente, y a manera de balance sobre Sánchez Cerro, el celebérrimo historiador peruano, Jorge Basadre, escribió lo que sigue en su efigie: 
Sánchez Cerro pasa como una tempestad por la historia peruana. Aparece para hacer lo que muchos habían intentado sin conseguirlo, o sea derribar a un régimen con once años de duración; estampa entonces su firma en un bello documento cargado de anatema lírico y de esperanza cívica que conmovió, como no ha ocurrido con ninguna pieza de literatura política, al país; llega a Lima por el aire cual si fuera un héroe mitológico; gobierna con la ilusión acerba de sancionar a los delincuentes del pasado cercano; comete el error de ser candidato siendo Presidente y sabe, con tino, rectificarse a tiempo; a pesar de todos los enconos, de todas las críticas y de todas las burlas, es ungido luego popularmente en comicios sin precedentes; gobierna sin reposo en tiempos de tremenda crisis económica y de incesantes tempestades políticas; se considera un paladín nacional frente a lo que cree (junto con la clase dirigente) el peligro sectario de prematuros ensayos y de peligrosos saltos; no transige con sus enemigos; lo intentan matar, él manda matar a muchos y algunos matan invocando su nombre, al punto de que un escritor enemigo suyo lo acusa de “ensagrentamiento ilícito” después de que él acusó a sus adversarios leguiistas por “enriquecimiento ilícito”; sorprendido por el hecho inesperado de la ocupación de Leticia y no queriendo contrariar el clamor patriótico de Loreto, pone al Perú a luchar en heroica soledad contra Colombia y contra la opinión internacional obsesionada por los aspectos aparentes del litigio; muere al fin asesinado y llega, con las que le infiere su agresor, a sumar once heridas en el cuerpo. Impávido frente a todos los peligros, siempre confía en su estrella que identifica con la de la patria. Desde Felipe Santiago Salaverry no había existido en la escena pública peruana una figura tan violenta y alucinante, si bien supera al caudillo de 1835 por el hecho de que las muchedumbres lo acompañaron en su nacimiento político, en las horas en que fue llamado a ocupar por dos veces el primer cargo del Estado y en su entierro,  aunque aquel se sintió transfigurado porque luchaba contra el invasor extranjero. Por otra parte, como ocurriera en estas dos ocasiones y también durante el Virreinato, con personajes como el conde de Lemos y el marqués de Castelfuerte, el temple de este país es el de no armonizar, a la larga, con personajes demasiado rotundos y preferir, en cambio, otros más cazurros, moderados o tranquilos.
La protesta de, por lo menos, un sector de la “derecha económica” contra la ley sobre impuestos dedicados al camino de Pucallpa y contra otras leyes o proyectos hacendarios discutidos en el Congreso Constituyente, así como el desapego íntimo de dicho grupo, en algunos círculos, ante la política exterior, invalidan la tesis de que Sánchez Cerro, como gobernante, no hizo sino estar a su servicio.
El crítico objetivo halla, con la perspectiva de los años, discutibles o censurables muchos actos de Sánchez Cerro. Está a punto de suscribir un veredicto adverso. Pero, en el fondo del error o del acierto, asoma la imagen sincera de un hijo del pueblo que llegó a la dirección de la República, de un niño grande, de un hombre muy hombre y de un peruano muy peruano.[3]

Álvaro Sarco
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Notas

[1] Pedro Ugarteche. Sánchez Cerro. Papeles y Recuerdos de un Presidente. Tomo IV. Editorial Universitaria. Lima-1970, pp. 161-163.
[2] Thorndike, Guillermo. El año de la barbarie. Perú 1932. Lima: Mosca Azul Editores, 1973 (3° edición), pp. 271-275.
Óscar, el pequeño
[3] Escribió Alberto Hidalgo sobre general Óscar R. Benavides en su Diario de mi sentimiento:
Nunca me sedujo ni ocasionalmente el comunismo. No obstante, una de las mejores páginas salidas de mi pluma, es la consagrada a Lenín. Vacié en ella mi fe, digo mi amor, por ese espíritu de excepción, venido al mundo para demostrarnos que los Cristos tardan pero se repiten. Sobre el fascismo soy aún más categórico: acumula mis quejas. Pero hay algo que del fascismo se salva para mí, y se adentra en mi pecho, y ocupa mi mente con cierta aureola de respeto: es Mussolini. Esto quiere decir que tengo más confianza en los hombres que en las ideas. Las ideas, en cuanto se las gesta o se las propala demasiado, pierden su belleza, se caen al suelo bulliciosamente, como con fracaso de cristales. Las ideas, aún las ideas políticas, solo despiden hermosura cuando son de pocos. Su vulgarización es su quiebra. En cambio, según he sostenido en alguna otra ocasión, el factor hombre es lo esencial. Jesús también fue un hombre: por eso lo amo. El culto, la religión por excelencia, de los hombres, debe ser la hombría, el machismo. ¡Viva el machismo!
Y por eso, ¡qué sensación de menoscabo humano, de mengua jerárquica de la especie, la que da el general Benavides. Yo siento náuseas recordando el trayecto de ese payaso. Quiso imitar a los héroes, y sólo consiguió hacer su parodia. Hace unos años, en el Caquetá, se fué a practicar ejercicios de tiro sobre la zona colombiana, y él creyó que había ganado un combate. Hizo la guerra en caricatura. Ahora cree que gobierna, sin darse cuenta de que es sólo un lacayo con mando. Se cree un valiente, pero es apenas su opereta. Benavides es un bufón enojado. El estruendo de sus cóleras, en mi Perú, lo repiten los horizontes como el eco de la risa.
Su psicología es la de ciertos homosexuales: exagera las apariencias de su virilidad, por miedo a que se descubra el secreto de su ignominia. Truena como Júpiter, pero se agacha como una rana y se escurre como una gallina. Sostengo que es un bravo de cartón. Nada lo asusta tanto como sus galones y sus charreteras, pues cuando se mueve o camina, tiemblan, y entonces él supone que está temblando él mismo. Tiene apariencias de energía, mas en rigor es instrumento de sus miedos. Por miedo come, de miedo respira, vive en el miedo.
La historia lo reconocerá como el inventor de la legalidad que atropella la ley. Si yo fuera dictador y me diese por los abusos, pondría mis glándulas en la mesa para escribir mis decretos. Benavides tiene vacía la entrepierna, y por eso prefiere escudarse en la legalidad. No engaña a nadie, y se ha de ver cómo una bala de justicia deposita su vida, al lado de otras excrecencias, en el más recóndito amor de las cloacas. Óscar R. Benavides es una resta, el producto más ínfimo de resta, lo que de ella queda cuando se descarga sucesivamente sus cantidades hasta el uno, es decir, el cero. Es el arquetipo del casi-hombre, del pseudo-hombre. Por eso desciendo hasta su nombre y lo escupo.
[4] Jorge Basadre. Historia de la República del Perú [1822-1933]. Empresa Editora El Comercio S. A. Lima, diciembre de 2005, pp. 59,61.