Por
Axel Káiser
Ninguna
persona sensata podría negar que hay algo en el ideal socialista que apela a
parte de los impulsos más nobles que es capaz de exhibir nuestra especie.
Incluso, un demoledor de Marx como el filósofo liberal Karl Popper diría que el
alemán estaba fundamentalmente preocupado por el bienestar moral y material de
la humanidad. Y es que la ideología socialista moderna surge como respuesta a
una de las más grandes angustias que pueda experimentar el ser humano: la
pobreza material.
La
Revolución francesa, la primera revolución socialista de los tiempos modernos,
en un principio tuvo por objeto la defensa de los derechos del hombre, pero al
poco andar derivó en un esfuerzo desquiciado por asegurar la igualdad material
en una Francia en que parte de la población literalmente moría de hambre.
Fue esa obsesión por resolver la cuestión social -explicó Hannah Arendt- lo que hizo que la Revolución fracasara en su intento por establecer libertades y degenerara en un cruento régimen del terror, cuestión que ocurrió luego con todas las revoluciones socialistas, sin excepción. Los americanos, en cambio, solo lucharon por preservar sus libertades en cuanto ingleses, y jamás hicieron de la igualdad material un motivo para su rebelión frente a Inglaterra. Por eso, la revolución americana fue un éxito en términos de libertad.
Marx,
para gran pesar del mundo, extrajo la conclusión totalmente opuesta de su
observación de la revolución francesa. Para él y para todos los socialistas que
le siguieron, la libertad no tenía que ver primeramente con limitar el poder
del gobernante como pensaban los americanos, sino con eliminar las necesidades
materiales. El objetivo revolucionario socialista ha sido así, desde siempre:
la liberación del hombre en un sentido material.
Riqueza
y libertad son para el socialista la misma cosa. En la fase superior de la
sociedad comunista -prometió Marx en su Crítica al programa de Gotha- “correrán
llenos los manantiales de la riqueza colectiva”. De este modo, el marxismo como
doctrina revolucionaria prometió no la igualdad a secas, sino la igualdad en la
riqueza infinita.
¿Hay
alguien que pueda sensiblemente oponerse a ese ideal tan cercano al paraíso? El
problema es que toda la teoría económica marxista que explicaba el camino al
paraíso estaba simplemente equivocada, al igual que su visión del hombre y de
la historia, que no pasaban de ser fantasías. Por lo mismo, el socialismo, como
predijeron los liberales, estaba condenado a producir miseria y tiranías. Pero
en la fundamental no hay duda de que la discusión entre liberales y socialistas
no habría existido ni existiría si la riqueza fuera ilimitada, objetivo
compartido por ambos.
Los
famosos derechos sociales que exigen los socialistas hoy prometiendo nuevamente
el paraíso sobre la Tierra no tendrían sentido en un mundo de recursos
infinitos, así como no tiene sentido consagrar un derecho a la cantidad de aire
que respiramos.
El
aire -dejemos a un lado el tema de la calidad- no está sometido al principio de
escasez, pero todo lo que se encuentra en el centro del debate actual sí. Y
mientras el liberal se pregunta cómo multiplicarlo para todos, el socialista
vulgar, como lo llamaría Marx, prefiere la igualdad distributiva nivelando
hacia abajo, porque cree injusto que unos tengan más que otros. Esto es algo
que Marx no habría aceptado. De hecho, su propuesta se basaba en la premisa de
que el capitalismo era un sistema explotador donde unos ganaban lo que otros
perdían, y era, por tanto, incapaz de mejorar a todos sostenidamente.
Si
Marx hubiera pensado que el capitalismo, como ha ocurrido y reconoce cualquier
persona razonable de izquierda, era el sistema que más nos permitiría
acercarnos al ideal socialista de la abundancia para todos y hubiera dejado a
un lado el odio que, en parte, también lo inspiró, sin duda se habría
convertido al liberalismo, sumándose a legiones enteras de socialistas que
abrazaron el realismo liberal.
Lamentablemente,
la mayoría de los socialistas olvidaron el ideal que Marx propuso. En su lugar
se dejaron llevar por un igualitarismo primitivo -que el mismo Marx denunció-
anclado en la rabia, el resentimiento y las ansias de concentrar el poder en
sus manos. A ellos no les interesa mejorar la condición de todos, sino
igualarlos mediante el control estatal. Por eso creen que es mejor que todos
tengan una pensión baja, pero igualitaria, a que todos tengan mejores pensiones
desiguales; una educación uniforme mediocre, a una diversa de calidad,
etcétera.
Los
costos en términos humanos -y eso sí lo comparten con Marx, para quien no había
crimen lo suficientemente grave si se trataba de construir la utopía- no les
importan, pues de lo que se trata es de llevar a cabo una ideología, cualquiera
sea el precio a pagar. Realismo sin renuncia no es el lema de estos
socialistas.
Ellos,
en su dogmatismo irresponsable y su afán de poder, traicionan el ideal
socialista original, que consistía en liberar al hombre de necesidades
materiales y desprecian la lección histórica de que ese ideal, o paradoja, se
logra de la mejor manera liberándolo primero de la opresión estatal que le
impide crear riqueza.